En LetraCapital , aparece una entrevista de Carlos Sotomayor a Luis Hernán Castañeda sobre su nueva novela, La noche americana.
FUENTE :LetraCapital
Luis Hernán Castañeda ha trazado, desde la aparición de Casa de Islandia, una obra narrativa bastante interesante. La noche americana (Peisa, 2011) se constituye, quizás, en su novela más lograda.
Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR
¿Hubo una idea o una imagen como disparador de la novela?
En general, las ideas se disparan cuando por azar alguna experiencia resuena en mí y cataliza un proceso nuevo, porque me impacta emocionalmente al mismo tiempo que moviliza estructuras ya existentes en mi pensamiento creativo. La novela empezó con una confluencia de estímulos de la realidad y lecturas. En abril del 2007 tuvo lugar la masacre de Virginia Tech, un incidente cuyo impacto se dejó sentir en todo el país y, con intensidad especial, en las universidades. En ese momento yo estudiaba una maestría y dictaba clases en la Universidad de Colorado en Boulder, de manera que tenía un contacto diario con estudiantes de esa edad. Lo sucedido en la ciudad de Blacksburg me conmovió. A partir del caso de Virginia me interesé en el fenómeno de estos asesinatos masivos, que tienen una larga historia y una presencia casi estructural en la cultura juvenil norteamericana. Este interés se combinó con lecturas: recuerdo un sugerente ensayo sobre literatura y violencia terrorista de Frank Lentricchia y Jody McAuliffe, pero sobre todo las novelas de mi tesis doctoral. La más pertinente es Los siete locos/Los lanzallamas de Roberto Arlt, que narra un proyecto de complot terrorista escrito bajo la sombra de la Primera Guerra Mundial que elabora indirectamente la relación entre la ética vanguardista y la violencia extrema. Este cúmulo de información es el ambiente donde cristalizó una trama. Hubo un trecho de algunos meses entre el primer chispazo y la apuesta por hacer de él una novela. Poco a poco fui reconociendo todo esto como una oportunidad para desarrollar a través de la ficción asuntos que me han preocupado desde hace años: el proceso de la creación de ficciones, la relación entre vida y escritura, el vínculo entre el mundo ordenado de las letras y el espacio caótico de la violencia, el parentesco entre la escritura y la paternidad, la paradoja de la filiación/afiliación.
¿Cómo fue el proceso de escritura de esta novela?
Fue medianamente largo –en total, cuatro años–, pero discontinuo. En el proceso escribí otros textos más breves, como el El futuro de mi cuerpo y una novela para jóvenes que espera ser editada. En el 2007 esbocé una primera versión incompleta de La noche americana, de la que surgió esa pareja protagonista que me pareció, desde un inicio, un poco vampiresca: Carlos y Ricardo, los dos amigos ex-aspirantes a escritores que deciden infiltrarse en una secta de terroristas jóvenes para recuperar su propia juventud. Esa versión descansó unos meses, y fue retomada varias veces: en el 2008, en el 2009 y en el 2010. Cada una de estas intervenciones en el texto supuso una temporada breve de dedicación intensa: digamos que escribí la novela en cuatro temporadas, con largos espacios de reflexión entre ellas. Cada estación tuvo su finalidad: desarrollar personajes, diseñar y construir la trama, preocuparse por el estilo. En este proceso hubo lectores que aportaron ideas que agradezco. A pesar de que mi acercamiento fue planificado y sistemático, la atmósfera general de la novela tenía que ser turbulenta y salvaje. Para lograrlo, me volqué sobre el problema de la dicción de Carlos, el narrador principal. Este es un asunto al que regresé mucho a lo largo de los cuatro años. Quizá por primera vez, deliberadamente escribí “en sucio”: es decir, saltando entre léxicos heterogéneos, empantanando la sintaxis, quebrando los ritmos, huyendo de las imágenes convencionalmente bellas, buscando lo incorrecto, lo disonante y hasta lo chirriante. Es decir, el mal gusto, lo kitsch y lo camp. El ejemplo –el mal ejemplo, digamos– de Roberto Arlt fue fundamental para mí. En cuanto al tono satírico, puedo mencionar la huella, muy importante, del Adán Buenosayres. También ciertas reflexiones de amigos que quiero y respeto, como el escritor Peter Elmore: él me dijo una vez que había que luchar contra la facilidad en la escritura. Para el escritor, si hay algo que se acerque al “progreso” se trata de un aprendizaje de la dificultad. Escribir desde lo estéril, a contracorriente de los automatismos que imponen las modas, o que trae el incremento de la propia experiencia. Esta es una idea que resurge en más de un ensayo de Luis Loayza, que tiene libros como El sol de Lima que pueden resultar manuales de ética y rigor para los escritores jóvenes. En este sentido la precoz y prolífica carrera de Valdelomar es instructiva.
Los personajes de tu novela –especialmente Casaverde– buscan darle validez a su obra a través de aquella especie de performance desquiciada a la que llaman “la noche americana”.
En la novela es capital la idea del espectáculo como sucedáneo, o como simulacro de la obra. Así es: “la noche americana” es, dentro de la novela que lleva el mismo título, un proyecto artístico-criminal diseñado por dos amigos creadores a través del cual pretenden no sólo compensar la falta de una obra escrita, sino también justificar su propia vida y conmocionar a quienes los rodean. Ambición no le falta al proyecto, pero tampoco le sobra honestidad artística, pues busca conciliar un ingreso instantáneo al canon de la literatura peruana y un éxito mediático masivo. Carlos y Ricardo quieren montar una masacre, y para ello se alían –o dicen que lo harán– con un grupo subversivo autodenominado “Shining Roosters”, o “Gallos resplandecientes”, conformado por estudiantes de la universidad donde Carlos trabaja como profesor de español. En cierta forma, estamos hablando de una fantasía de venganza, y de un sueño cínico de éxito fácil, que es propio de la sensibilidad noventera de los personajes: recordemos que crecieron respirando el aire irrespirable de la dictadura de esos años, que nos empobreció a todos con su invitación a la amoralidad. La noción de lo performativo es esencial para ellos: digamos que su identidad como escritores debe nacer ya no de escribir literatura, sino de realizar una serie de gestos simulados y preparatorios. Por eso, la novela no es tanto la historia de una matanza en un campus como la descripción de un proyecto: un plano que precede a la acción y la reemplaza. Este concepto de la suplantación es vital para Carlos y Ricardo, porque ambos sienten que la posibilidad real de ser escritores se les ha escapado. Su única salida es simular, impostar, y transformar la realidad completa en un simulacro. Así, los amigos se juntan para fabular cómo sería la matanza, para diseñarla y configurarla como si fueran los dos padres de una criatura monstruosa que va devorando lo real, y metamorfoseándose ella misma. Incluso hay una escena de coito simbólico en la que los padres imaginarios conciben un hijo hecho de palabras: esta es su “noche americana” propiamente dicha. La novela completa puede ser vista como una suma de espejismos, el conteo de los distintos rostros que esa criatura monstruosa va asumiendo a través de los relatos que Carlos y Ricardo se cuentan uno al otro. En este punto, lo performativo y lo simulado se convierten en principios estructurales de la ficción. Cada uno de esos relatos a los que he aludido, es una versión o perversión de un original –la matanza misma– que estará por siempre ausente. O quizá la matanza misma sea una versión más de un hecho terrible que posiblemente ocurrió diez años atrás, cuando Carlos y Ricardo eran compañeros en la universidad.
El tema de la traición también está presente. Y me viene a la mente “El juguete rabioso” de Roberto Arlt. Claro, además, de Borges.
El motivo de la traición está ligado a Arlt y Borges. Podemos pensar en el cuento “El indigno”, que es una recreación de El juguete rabioso. No solamente por el motivo de la traición, estos dos escritores han sido relevantes para mí: Borges desde un principio, desde Casa de Islandia, y Arlt más recientemente, primero a través de la mediación de Piglia. Desde mi punto de vista como escritor, lo central en Borges es la elaboración de una teoría del autor que pasa por dos motivos: la paternidad y la sociedad secreta. En este sentido, el cuento “Las ruinas circulares” es emblemático. Hace algún tiempo escribí un ensayo sobre esta pareja de motivos, que también son cruciales en La noche americana. En cuanto a Arlt, tengo la impresión de que, en el Perú, al menos los escritores jóvenes no lo leemos lo suficiente. Existe una conexión entre Arlt y el Arguedas de El zorro de arriba y el zorro de abajo, que podría invitarnos a pensar más en Arlt. Junto a Borges, es el maestro de las sociedades secretas, que en su obra se elevan a la categoría de símbolos de la creación artística y literaria. Piglia tiene un importante ensayo al respecto: “Teoría del complot”. Arlt es el primer autor que trato en mi tesis, cuyo objeto de estudio es el cenáculo de artistas de vanguardia en la novela hispanoamericana del siglo XX. Por supuesto, la traición es un modo de relación típico de la sociedad secreta: el Astrólogo traiciona a Erdosain y a los demás, pero su traición es mucho más que un modo de la deslealtad. Podemos hablar de una traición general del simulacro, que constituye el régimen de representación en el díptico arltiano, dirigida a la realidad misma. Los conjurados se traicionan entre sí, pero además traicionan juntos a lo real. Hay, también, un vínculo entre la traición y la amistad, que está presente en la literatura peruana. La amistad como traición, como maltrato y violencia; la amistad como un espacio de supuesta horizontalidad pero atravesado por desigualdades y abismos que tienen un fondo social. Pienso, por ejemplo, en la relación compleja entre Ernesto y Ántero en Los ríos profundos.
Otra referencia importante en la novela es Roberto Bolaño. ¿En qué medida es importante el desaparecido autor chileno en tu obra?
Empecé a leer a Bolaño cuando tenía diecinueve o veinte años, y yo diría que ha sido un autor central en mi formación. Así como en los últimos años del colegio leí a Vargas Llosa con fervor y dedicación, mis primeros años como universitario están marcados por Bolaño y otros más. El motivo es claro: una novela como “Los detectives salvajes” demostró la capacidad, así como en su momento la tuvo “Rayuela”, de alimentar los sueños colectivos de un grupo de lectores jóvenes y aspirantes a escritores, del cual formé parte en la Universidad Católica. Recuerdo, por ejemplo, a otros entusiastas de Bolaño: especialmente a Edwin Chávez, autor del libro de cuentos “1922”. Entre nosotros, la lectura colectiva de Bolaño ayudó a crear y solidificar una comunidad temporal cuya base no fue tanto un estilo, una tendencia, una idea, como sí una sensación compartida y fugaz. Un clima de aventura, de riesgo e inminencia: la literatura como un espacio ritual de iniciación para experimentar juntos, y durante algún tiempo, el peligro de la vocación. Eso tuvo su fin, naturalmente, porque cada escritor dejó de sentirse un García Madero y siguió después su propio camino. Al mismo tiempo, hay un lado contradictorio pero quizá seductor en el destino de Bolaño, en su mito: su reconocimiento final, su inserción en el mercado, casi contemporánea a su muerte. Visto desde ahora el asunto, quizá hubiera para nosotros una apuesta imposible en la figura de este autor. Él representaba el abismo y, al mismo tiempo, un seguro de vida, por decirlo de algún modo. ¿Hay aquí una inconsistencia, una debilidad? Tal vez podría hablarse de una especie de perversa justicia poética que, oscuramente, nos ayudaba a procesar las complejidades afectivas de una incipiente carrera de escritores. Algo de emulación se deja sentir, que es propia de la edad. Como puedes ver, estas preguntas aparecen en “La noche americana”. Más tarde releí a Bolaño desde una conciencia crítica, y pude situarlo en una historia que recoge nombres como los de Fernando del Paso, el mismo Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Leopoldo Marechal, entre otros. Curiosamente, todos ellos escribieron novelas sobre una aventura generacional, en la que la literatura es una forma de vida: una entrega más o menos total, dependiendo del caso. En el Perú la vanguardia transcurrió como un estado de ánimo efímero y un impulso de democratización social anti-hispanista y provinciana, como muestran los trabajos de Mirko Lauer, pero dejó obras notables como La casa de cartón. Para mí, ahora, la obra de Bolaño representa la última gran realización de este interesante tópico vanguardista y post-vanguardista al cierre del siglo XX. Es interesante ver cómo el mismo motivo se va transformando en respuesta a cambios históricos, pero mantiene lo medular: un proyecto ético-artístico de signo contestatario, dotado de un poder especial para convertir al lector en un cómplice de los personajes de la ficción. La lectura aparece entonces como una puerta de entrada a otra esfera más rica de la realidad.
Finalmente, sé que vienes preparando tu tesis. ¿En qué medida ésta se emparenta con tu propia obra?
Hay una relación muy estrecha entre la tesis y la novela. No solo son proyectos simultáneos, sino que se retroalimentan. En general, la reflexión crítica sobre literatura está dentro de mi trabajo creativo; y mi trabajo creativo potencia mi desempeño como lector profesional. Me fui a Estados Unidos para seguir un doctorado bajo la premisa de que la vida académica y la creativa puede ser cómplices. Por eso considero que mi tesis doctoral forma parte de mi obra como escritor. Está ya casi concluida, y se titula “Comunidades efímeras: el círculo de artistas en la novela hispanoamericana del siglo XX”. En ella reflexiono sobre seis autores, cuyos nombres ya he mencionado en esta entrevista. Trato de hacer una historia del motivo del cenáculo, que recorre casi todo el siglo y distintos países latinoamericanos (hasta llegar a una aldea global, porque el último autor es Bolaño). La idea central de la investigación es que en todos estos textos asistimos a la formación de pequeñas comunidades eventuales y rebeldes, cuya misión no es generar instituciones, sino poner en aprietos a las existentes. Son agrupaciones momentáneas, no caóticas pero sí espontáneas, que producen micro-utopías breves, si se aceptan estos términos: formas de asociación “artísticas”, que hacen de la convivencia grupal una serie de eventos, ritos, performances. Dicho de otra forma, se trata de transfigurar la vida social a imagen y semejanza de los principios del arte, un deseo muy vanguardista. En Arlt, por ejemplo, la tarea final es revolucionar la sociedad, pero en la mayoría de los casos, se trata de ir contra la lógica de lo social sin alterarla materialmente, por lo menos no en el tiempo inmediato: la traición se da en otro plano. No en el futuro, sin embargo, sino en el instante. Como puedes ver, el tema de los cenáculos efímeros tiene vigencia en estos tiempos post-utópicos, posiblemente como una alternativa socio-política, incluso. Estoy pensando en las formulaciones de Deleuze y Guattari sobre el nomadismo, las máquinas de guerra, y los espacios lisos y estriados. Ciertamente, todo ello se manifiesta en “La noche americana”. La novela está poblada de imágenes, personajes y tramas sugeridas desde las ideas de la tesis; y las ideas de la tesis se nutren del estímulo narrativo y visual de la novela.
¿Proyectos futuros?
Estoy empezando a trabajar en una novela muy distinta de La noche americana, que demandará un trabajo considerable de investigación previa. Su tono ya no será principalmente satírico, y su tema tiene relación con lo que se podría llamar “el mundo andino”, y con la paternidad. Algo de esto se anuncia en El futuro de mi cuerpo. Esta vez, sin embargo, se trata de investigar a fondo, dentro de mis límites, la posibilidad de una conexión con ese mundo, que me resulta ajeno y familiar a la vez porque es parte de un pasado construido por lecturas, pero que también sobrevive diluido en el aire de todos los días. Lo andino ha tenido siempre una resonancia especial para mí.
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