Unos días antes de que se cumplieran los 120 años del nacimiento de César Vallejo -el poeta más grande que ha visto nuestro país-, un imbécil - no hay otra manera de calificarlo - publicaba un artículo donde argumentaba que Vallejo “influyó de manera negativa en el subconsciente colectivo de los peruanos” y - ya para coronar su estupidez - criticaba a Julio Ramón Ribeyro - otro de nuestros grandes pilares de la literatura peruana - por poseer "una narrativa que sublimaba y endulzaba el fracaso”. Vaya insensatez la de este tipo.
A partir de esto han salido muchísimas personas - algunos son los oportunistas de siempre que se rasgan las vestiduras cuando tocan su "peruanidad" y joden, joden, y joden sin saber por qué lo hacen - que sin haber leído un solo verso de Vallejo o un cuento de Ribeyro criticaban al autor de la columna. Sin embargo, hay personas que con argumentos sólidos y sin especulaciones destruyen el texto de De la Torre. Comparto el texto de Gustavo Faverón que muestra claramente cómo se puede escribir un artículo bien sustentado y con argumentos irrebatibles.
Fuente: Gustavofaveron.blogspot.com
No es que yo sea adivino. Es simplemente que no podía ser de otra manera: el relanzamiento de las columnas de opinión del diario El Comercio empieza a mostrar su nueva realidad, y es, si cabe, peor que la anterior. Ayer, por lo pronto, inaugurando lo que se anuncia como una rica tradición, El Comercio ha publicado un texto de Diego de la Torre que puede ser la columna de opinión más estúpida que haya aparecido en la historia de la prensa nacional. Para evitar prejuicios, los invito a leerla antes de continuar con este post. La columna la pueden ver haciendo clic sobre la imagen de la izquierda (o reproducida aquí).
Si no creen lo que acaban de ver sus ojos pueden hacer clic otra vez y cerciorarse: todos tenemos derecho de dudar ante lo absurdo. En resumen, lo que el texto dice es que el Perú sería un mejor país si no hubiéramos tenido nunca a un César Vallejo ni a un Julio Ramón Ribeyro; que Ribeyro y Vallejo son dos lastres en el imaginario de la peruanidad porque, a través de relatos como “Paco Yunque” de Vallejo y “Alienación” de Ribeyro, ambos autores nos han enseñado que en el Perú existen la injusticia social y el prejuicio, el dolor humano y la iniquidad, el abuso y la segregación, y también las máculas de un auto-desprecio forzado por las marginaciones de la sociedad.
El artículo de Diego de la Torre dice que estaríamos mejor si en lugar de tener a uno de los cuentistas magistrales de la tradición hispana y en lugar de tener a quien fuera, posiblemente, el mayor transformador de la poesía en español en los últimos trescientos cincuenta años, hubiéramos tenido una serie de epígonos de Paulo Coelho.
En el primer día de su nueva escalada a las alturas de la intelectualidad, El Comercio nos da a los peruanos el consejo de no leer a nuestros clásicos porque no nos pintan una utopía de ensueño ni nos dan consejos de microprograma motivacional ni nos idiotizan con superficialidades. El Comercio nos recomienda ser ignorantes y su columnista denuncia a quienes quisieron abrirnos los ojos. En el país de los libros inexistentes, El Comercio nos pide ignorar los libros que sí existen y reemplazarlos con lemas de autoayuda. El Comercio nos pide que leamos El Comercio y lancemos a Vallejo y Ribeyro a la papelera. ¿Es este el mismo diario que en el pasado publicó libros de Vallejo y Ribeyro? Obviamente no: este es el nuevo El Comercio; el otro era, al menos a veces, el de la noble profesión del periodismo, éste de hoy es el del más vil de los oficios.
Siguiendo la lógica de De la Torre, como es evidente, no debemos leer a Vargas Llosa, que nos dice que el Perú se jodió y encima no sabe cuándo; ni a Bryce, porque nombra la enfermedad de los regímenes de servidumbre; ni a Arguedas, que cuenta los sueños de reivindicación de los oprimidos; ni a Ciro Alegría porque en vez de engañarnos con la mentira de la hermandad nacional nos señala el racismo y el oprobio del gamonalismo; ni la poesía de Eguren porque no nos aconseja cómo salir de los pasadizos nebulosos; ni mucho menos la de Adán, que no dice nada y se está callada escuchando su propia voz.
Diego de la Torre, cuya capacidad de lectura no puede ir más allá de interpretaciones al pie de la letra (como las del célebre personaje de Ribeyro que terminó matando a su amada por su incapacidad de comprender una metáfora) supone que la vida es literalmente una competencia con repartición de medallas en la línea final, y que, en ella, alguien como Vallejo, acaso por haber muerto sin dinero o por no haber alcanzado en vida la plena celebridad, o acaso simplemente por no haberse rendido a la lógica del capital como única medida de toda moral, no es otra cosa que un fracasado.
Para Diego de la Torre, columnista de opinión de El Comercio, la manera de desaparecer la injusticia es dejar de hablar sobre la injusticia. En su artículo de El Comercio, Diego de la Torre posa de liberal cuando la idea que propone parece urdida por uno de esos funcionarios coloniales que durante el virreinato prohibieron la importación de libros de ficción a Hispanoamérica, probablemente conscientes de que cierta literatura tiene el poder de abrir los ojos de los descastados, los parias, los marginados, los oprimidos y también de los que se prestan a la preservación del status quo porque sufren el hábito de la indolencia.
La columna de opinión, como género, es la heredera más popular del ensayo, y la forma moderna del ensayo surgió, según suele repetirse, con Michel de Montaigne. En este artículo que toca el fondo más bajo en la historia de las columnas de opinión, Diego de la Torre se da maña para citar al filósofo francés. Y claro, como si se tratara de Ed Wood haciéndole un guiño a Orson Welles desde una escena de una película paupérrima, el más ridículo de los columnistas, De la Torre, cita erróneamente a Montaigne, el más sublime de los ensayistas.
De la Torre escribe: “Michel de Montaigne, célebre escritor francés del Renacimiento, concluyó en su ensayo número veintidós que ‘la pobreza de los pobres se debe a la riqueza de los ricos’”. A partir de allí, De la Torre culpa a Montaigne por haber iniciado, con su ensayo veintidós, e influyendo sobre Voltaire y Marx, no sólo “la carnicería de la Revolución Francesa” sino una cadena de eventos que culminaría en los genocidios conducidos por Mao, Stalin y Pol Pot. Mi amigo José Luis Gastañaga anotó en su Facebook algo que nos permitirá distinguir rápidamente la insuficiencia intelectual de De la Torre. Escribe José Luis:
“Está bien citar a Montaigne, pero estaría mejor citarlo bien. El columnista ha leído de todos los ensayos de Montaigne el más corto, ha tomado nota del título únicamente y lo ha reproducido (o traducido) mal. Montaigne dijo "Le profit de l'un est dommage de l'aultre", es decir, el beneficio de uno es el daño del otro. (Libro primero, Ensayo 21, ¡no 22!). Lo escribió para responder a quienes condenaban que el sepulturero se beneficiara de la muerte o el médico de la enfermedad. Sostiene que el crecimiento de una cosa supone la alteración o corrupción de otra; y eso le parece muy de acuerdo a lo que acontece en la naturaleza. Era un hombre muy sabio, Montaigne, y un escritor encantador. Ojalá El Comercio publicara sus ensayos (o los poemas de Vallejo o los cuentos de Ribeyro) en lugar de estas columnas raquíticas que nada aportan a los lectores del diario”.
A todo esto, uno se pregunta cómo así es que no hay marchas de protesta en las calles y hogueras encendidas en todas las esquinas del Perú ahora que un editorialista en el diario que antes fuera el más prestigioso del país ha llamado a dejar de leer a Vallejo y a Ribeyro. Creo recordar un oscuro incidente en el pasado lejano, uno en que un escritor peruano decía que no le gustaba la cocina criolla y las masas salían a pedir su cabeza. Incluso, en mi nebuloso recuerdo, me parece recordar haber dicho, yo mismo, que los peruanos tenían sus valores de cabeza. Pero debe de haber sido una pesadilla mía, o un viaje de LSD, porque terminaba con cocineros juzgando concursos de literatura.
Hace años, escribí que el hecho de que Alonso Alegría fuera el único comentarista del teatro en la prensa peruana era un síntoma de que las cosas empezaban a estar excesivamente mal. Ahora, una vez publicada la columna de De la Torre, el único comentario en favor de ella que he leído es de Alonso Alegría (los libros de cuyo padre deberían ser vetados si siguiéramos la lógica del columnista de El Comercio). Alegría escribe:
“Desde hace años vengo opinando exactamente lo mismo que el vilipendiado articulista. Estoy totalmente de acuerdo con él —y no de ahora— que César Vallejo nos dio permiso a los peruanos para ser depresivos porque nacimos cuando Dios estaba enfermo, y Julio Ramón nos dio permiso para ceder a la tentación del fracaso”.
Tonterías, obviamente. Tonterías que equivaldrían a decir que por culpa de Sófocles los griegos creían que el esfuerzo humano era inútil, o que por culpa de Kafka los germanos suponen que un hombre es en el fondo una cucaracha, o que debido a Melville y a Hawthorne y a Poe y a Faulkner los americanos se creen condenados a la desgracia y al horror, o que Camus y Sartre han convertido a los franceses en fatalistas o en nihilistas. Aceptémoslo: hay una razón por la cual Vallejo escribió "Los nueve monstruos" y la obra cumbre de Alonso Alegría es Nubeluz. ¿Queremos darnos cuenta de que "desgraciadamente, hombres humanos, hay, hermanos, muchísimo que hacer" o preferimos vivir en el mundo glúfico de Alegría y De la Torre?
Apenas se anunciaron las nuevas columnas de El Comercio, Marco Sifuentes escribió por ahí que ya se notaba la mejoría. Eso debería haber sido suficiente para saber que El Comercio entraba en un periodo mayor de vacuidad y que iba a multiplicar su lucha contra la inteligencia. Ahora las pruebas empiezan a apilarse unas sobre otras. Antes los periódicos sólo servían para envolver pescado o acabar en la basura. Desde hace un tiempo la mayoría viene directamente de allí. Es la fujimorización de la prensa entrando en su nueva fase. Y con una larga lista de tontos útiles que se prestan a ello; que prestan su torpeza disfrazada de sabiduría y su ignorancia enmascarada de sentido común.
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