¿Los ricos sólo lloran?
por Gustavo Faverón
Entre las muchas formas de vergüenza que me causan las reacciones de los peruanos ante la marcha de las elecciones, la más rotunda es descubrir la imbatible, inmoderada, permanente pusilanimidad de un enorme sector de las clases medias y altas.
Han dispuesto de décadas, casi dos siglos, innumerables generaciones e innumerables privilegios, para convertir una joven república en un país moderno, y jamás lo han hecho, ni siquiera lo han intentado, nunca han engendrado un solo proyecto político que vaya más allá de la explotación y el arrasamiento de recursos y de personas, nunca han distinguido entre su bienestar inmediato y el futuro, jamás han diferenciado entre el interés de su negocio y el interés del país.
Tras dos siglos de república, siguen empeñados en decir que los siete años de velasquismo son el origen de nuestra ruina, como si antes de Velasco todo hubiera sido un edén, un mundo perfecto. Como si el velasquismo, con sus enormes defectos y su verticalismo aberrante, no hubiera representado, de todas maneras, el unico morigerador de la injusticia social tradicional, que ellos sostuvieron durante ciento cincuenta años tras la independencia, como si la errática y malhecha reforma agraria no hubiera sido, al fin y al cabo, la única medicina preventiva que el Perú se había inoculado antes de los ochentas para moderar el efecto de fenómenos como Sendero Luminoso.
Su torpeza les impide el mínimo decoro intelectual que bastaría para articular una alianza de centro o de centro-derecha; su ignorancia les hace pensar que son liberales cuando se oponen a cualquier regulación económica o financiera que les exija un esfuerzo, pero niegan a los trabajadores las mismas posibilidades de organización y negociación colectiva que el liberalismo real les ofrece en todo el primer mundo. Su maleabilidad ética les permite pensar que son gente de negocios cuando pasan una coima o amarran un negocio.
Sus ídolos políticos son mequetrefes sin ideología como Luis Castañeda, burócratas de manual como Pedro Pablo Kuzcynski, ruinas del pasado como Lourdes Flores: nunca son ideas, nunca son proyectos de largo plazo, siempre son mesías, siempre son salvadores de última hora, enteramente desinteresados de construir alianzas porque el único motor que los mueve es el personalismo, el caudillismo y, en muchos casos, el botín.
Y cuando esos líderes sin norte se descarrilan, como tiene que descarrilarse siempre un proyecto que no propone absolutamente nada sino la permanencia de la mediocridad, entonces sus votantes no saben qué hacer. Ahora se preparan a elegir a Fujimori. Luego de una década de simular que Fujimori les resultaba insoportable por criminal, por inmoral, por delincuente, por cobarde, por ladrón, por asesino, ahora se mentalizan para soportar la fingida carga moral que dirán llevar sobre los hombros cuando festejen el regreso del fujimorismo, que tanta estabilidad les dio con un precio de sufrimiento y persecución que pagaron otros.
Votarán por Keiko Fujimori (es decir por Alberto Fujimori, por el fujimorismo que ya nos destruyó una vez como sociedad, que ya una vez nos conviritó en una parodia de país) porque Humala representa, para ellos, una amenaza. Yo tengo clara una cosa: votar por el fujimorismo para anular la otra opción es como contratar a un criminal para que elimine a quien nos resulta molesto.
Hay una frase inglesa que se me viene a la mente a cada instante cuando pienso en esto: "Fool me once, shame on you; fool me twice, shame on me". Es peor en el caso de quienes se preparan ahora a votar por Fujimori después de haber execrado los crímenes del fujimorismo. Porque no son víctimas engañadas por un victimario: son ellos los agentes del engaño, ellos los que empiezan a maquillar al lobo para decir que votaron por el cordero.
¿Qué van a obtener? Si el fujimorismo fuera una doctrina, una ideología, cristalizada en planes políticos que tuvieran al país y su sociedad como objetivo, y no como botín, todo sería más comprensible: en efecto, se puede seguir siendo republicano después de un desastroso gobierno republicano, o laborista después de un calamitoso régimen laborista, o socialdemócrata después de un ruin gobierno socialdemócrata, porque pasado el accidente la ideología nos deja sus principios, que podemos reformar o afinar, y podemos planear que un nuevo ejecutante los lleve a cabo con un mejor resultado.
Pero el fujimorismo no existe más allá de su ejecutoria, porque no tiene un discurso que no sea enteramente pragmático y completamente populista, y porque el fujimorismo no tiene principio moral positivo, no tiene imperativos éticos: el fujimorismo no tiene preocupación social, sino instrumentos de clientelaje; no tiene objetivos de nación, sino lemas patrioteros; no tiene ideología, sino excusas y justificaciones ad hoc para cada circunstancia; no tiene programa, sino oportunismo; no tiene ideas, sino slogans.
No hay ninguna malla de seguridad con el fujimorismo, sólo una caída libre en el capricho circunstancial de quien conduce el carro, y el único que conduce el carro del fujimorismo es Alberto Fujimori, un delincuente sentenciado, un criminal comprobado, un ratero cobarde con una megalomanía que lo deforma ante sus propios ojos, que se interpone entre su cara y su espejo.
¿A qué regresan los peruanos que no votaron por Fujimori en la primera vuelta, cuando proyectan votar por el fujimorismo en la segunda? Regresan únicamente al pasado, retroceden al día anterior al primer vladivideo, regresan a un momento en la historia reciente en que todavía podían cerrar los ojos y dejar que los crímenes ocurrieran como si con ellos no fuera la cosa. Pero uno no vuelve al pasado siendo el mismo: ahora tienen que hacer el esfuerzo consciente de olvidar lo que ya saben más allá de cualquier duda razonable: que ese pasado está gobernado por una banda criminal, con brazos de asesino y dedos de carterista.
¿Todo eso es preferible a negociar con Humala? ¿Vender la dignidad y el orgullo y rematar la apariencia democrática y apoyar a un exdictador en su afán de salir de la cárcel para seguir gobernando? ¿Eso es preferible a organizarse, articularse, formar un frente, proponer pactos, es decir, simplemente, actuar como adultos, como una clase política, como una clase dirigente, por una vez en la historia?
No es preferible, claro. Pero para evitarlo habría que abandonar la absoluta pusilanimidad, habría que mancharse las manos haciendo política, presentar una resistencia, oponer argumentos, arriesgarse. Más fácil es contratar a un matón, darle las llaves del carro a un delincuente. Además, claro, es más consecuente: si uno está dispuesto a votar por una mafia criminal, uno comparte algo con esa mafia, uno pasa a formar parte de ella.
Y sin embargo, todavía no es tarde: hay gente que está buscando una posición de negociación, que está promoviendo algún tipo de diálogo. Vargas Llosa, por ejemplo, a quien absolutamente nadie puede acusar de proclividades chavistas o simpatías castristas, está dejando esa puerta abierta. ¿Costaría mucho actúar así, articularse, en vez de salir corriendo y esconder la cabeza en la tierra y gemir de dolor anticipado y preparar las maletas a Miami?
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