Este artículo la pinta de cuerpo entero. Es indignante la manera como la señora Palacios trata de justificar un asunto que, bajo las pruebas que se conocen, es un acto de racismo. No, señora, no es un estereotipo con el que juzgamos a "un hijo malcriado, soez, pituco, pirañita, Calígula, prepotente como todo blanquito", sino un hecho no condicionado por algún estereotipo, simplemente racismo.
Fuente: DiarioLaRepública
El prejuicio, el racismo, la exclusión o la inclusión se instalan en una sociedad a través de la construcción colectiva de estereotipos. Desde que nacemos, tendemos a simplificar nuestro mundo, a veces para poder sobrevivir en él, sobre la base de generalizaciones que califican, etiquetan y asignan roles.
Cualquier conducta o persona será juzgada sobre la base de esas calificaciones para luego ser sentenciada, sin siquiera mirar la realidad. Eso se llama prejuicio.
Tenemos estereotipos familiares que condenan, por ejemplo, a las madres que trabajan “sin necesitar” porque están “abandonando a sus hijos”. O a la madre divorciada, que sale “con varios hombres” o “viaja, seguramente a divertirse” y nuevamente, es el “mal ejemplo para sus hijos”. Tenemos estereotipos raciales positivos o negativos, que van desde “el cholito bien trabajador” o “todos los chinos son buenos en matemáticas” hasta el “negro ocioso”, “serrano sucio” o “blanco pituco prepotente”. Tenemos estereotipos regionales: el “argentino presumido”, el “venezolano tropical” y, no lo duden, el “chileno ladrón”. Hay también estereotipos profesionales: “ese cura, no parece cura”, “si el médico no está de blanco, debe ser sucio” y, por supuesto, “todo periodista, juez o policía cobran”.
Tenemos estereotipos para todo y para todos. Vean cualquier telenovela nacional. El secreto de su popularidad es que pueden conectar fácilmente al televidente, de esta sociedad, con el estereotipo que le presentan. No hay mucho que elaborar, porque lo representado “es” real en el imaginario colectivo.
En las últimas semanas varios asuntos públicos han sido juzgados sobre la base de estereotipos y nadie parece asombrarse. “Directores y profesores de colegios privados son corruptos”, “Todas las editoriales coimean”, “Si eres crítico literario, peruano y publicas en España, tienes que promover la comida peruana, sino, eres un traidor a la patria”, “Si tu mamá es divorciada y trabaja en el espectáculo tú eres un hijo malcriado, soez, pituco, pirañita, Calígula, prepotente como todo blanquito y, encima, abandonado por tu mala madre”. Eres, pues. No hay nada que hacer. No tienes salvación. No hay descargo posible, no hay pruebas necesarias, no hay ley que valga. Nadie te puede proteger de la demolición implacable del estereotipo. Eres ladrón, eres traidor, eres un pituco de tal por cual. Estás enfrentando el juicio popular del estereotipo y no tienes salvación. Y cualquiera que lo ponga en duda será arrastrado en la acusación de coimero, traidor, racista o lo que corresponda.
Lo curioso, hoy, es que el linchamiento es conducido, en mayor medida, por los que dicen promover la inclusión social, los que se jactan de dar lecciones de civismo y patriotismo. Los que promueven las causas contra el racismo o que le enseñan a los padres “la manera correcta” de educar a sus hijos. Desfilan por las pantallas e invaden las redes sociales. El estereotipo está tan metido en el alma popular que ni siquiera pueden percibir la contradicción que representan. Esa es la condena que arrastramos como sociedad. Aspirar a ser algo distinto y estar tan lejos de serlo.
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