A propósito de el último libro de Carlos Fuentes, La gran novela latinoamericana, Ricardo González Vigil analiza las ausencias notorias y, por supuesto, los excesos.
Fuente: Diario El Comercio
El notable escritor mexicano Carlos Fuentes vuelve a deleitarnos con un libro fuera de serie: “La gran novela latinoamericana” (México, Alfaguara, 2011). Uno de los ensayos más brillantes que existen sobre un tema que ostenta una amplia bibliografía: los hitos en el proceso de la novela latinoamericana. Hay, sin embargo, notables omisiones.
Por: Ricardo González Vigil (*)
Fuentes nos ofrece su visión personal –arriesgando preferencias y exclusiones– no de la novela latinoamericana a secas, sino de la “gran” novela, es decir, las obras que serían, según él, los signos centrales de una trayectoria verbal-estética e histórico-cultural compleja y apasionante que tiene como rasgo principal el mestizaje, la capacidad de la novela para asimilar aportes indígenas, europeos, africanos y asiáticos. Se trata de un ensayo y no de una historia literaria: “un libro personal. Esta no es una ‘historia’ de la narrativa iberoamericana. Faltan algunos nombres, algunas obras. Algunos dirán que, en cambio, sobran otros nombres, otras obras” (p. 436).
Un ejemplo es que, en el caso del Brasil (aparte del estupendo mérito de destacar a Machado de Assis como el mejor novelista latinoamericano del siglo XIX), no elige a Joao Guimaraes Rosa (a pesar de considerarlo acertadamente el “mayor novelista brasileño posterior a Machado”, p. 403), a Jorge Amado, Clarice Lispector o a Rubem Fonseca, sino a Nélida Piñón, aclarando que “más que cualquier escritor brasileño, se relaciona –es de origen gallego– con el universo literario hispanoamericano” (p. 403). Es decir, la escoge por la misma razón que, en su influyente ensayo “La nueva novela hispanoamericana” (1969) y ahora en “La gran novela latinoamericana”, privilegia entre los novelistas de España a Juan Goytisolo.
NO ES UN CANON
Subrayemos: un ensayo, un formidable ensayo. Y no solo porque posee belleza literaria (reiteraciones barrocas, juegos de conceptos, paralelismos ingeniosos, imágenes poéticas, recuerdos biográficos insertos con agilidad narrativa como el de Londres, en 1967, cuando con Mario Vargas Llosa anhelaron un libro de retratos de dictadores latinoamericanos, escrito por autores de diversos países); también, porque evita pontificar fijando un canon a la manera del “canon occidental” (más discutible que útil) fraguado por la soberbia crítica de Harold Bloom. Fuentes respeta el carácter tentativo y tolerante del género que Montaigne denominó ensayo. Por eso, al aventurar que Bernal Díaz del Castillo “es nuestro primer novelista”, acota “con todas las reservas del caso” (p. 25). Más aun, relativiza su selección: “Se me acusará, con justicia, de darle un lugar preferente a mi propio país, México, y a sus escritores. Así es. Si fuese brasileño, daría cabida mucho mayor a [sus] escritores […] y solo los requisitos de la selección me obligan a pasar por alto, o mencionar apenas, a escritores de Colombia, Perú o Chile a quienes admiro tanto como a los que aquí estudio” (p. 438).
Subrayemos: un ensayo, un formidable ensayo. Y no solo porque posee belleza literaria (reiteraciones barrocas, juegos de conceptos, paralelismos ingeniosos, imágenes poéticas, recuerdos biográficos insertos con agilidad narrativa como el de Londres, en 1967, cuando con Mario Vargas Llosa anhelaron un libro de retratos de dictadores latinoamericanos, escrito por autores de diversos países); también, porque evita pontificar fijando un canon a la manera del “canon occidental” (más discutible que útil) fraguado por la soberbia crítica de Harold Bloom. Fuentes respeta el carácter tentativo y tolerante del género que Montaigne denominó ensayo. Por eso, al aventurar que Bernal Díaz del Castillo “es nuestro primer novelista”, acota “con todas las reservas del caso” (p. 25). Más aun, relativiza su selección: “Se me acusará, con justicia, de darle un lugar preferente a mi propio país, México, y a sus escritores. Así es. Si fuese brasileño, daría cabida mucho mayor a [sus] escritores […] y solo los requisitos de la selección me obligan a pasar por alto, o mencionar apenas, a escritores de Colombia, Perú o Chile a quienes admiro tanto como a los que aquí estudio” (p. 438).
Lo que nos preocupa es que, dada la fama de Carlos Fuentes (protagonista del ‘boom’ con Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez), su ensayo vaya a tener mayor repercusión que la obtenida por los panoramas de la narrativa latinoamericana plasmados con mayor rigor y amplitud de criterio, como son los de Ángel Rama, Martín Lienhard y Donald Shaw.
Sus ideas y gustos van a adquirir un peso desmedido entre las personas que se introducen en el tema, y no están en condiciones de percibir sus limitaciones y carencias.
ENFOQUE LIMITADO
Señalemos sus principales limitaciones: minusvalora la estética romántica y, sobre todo, la realista apoyándose en una lectura parcializada del “Quijote” como obra metaliteraria que juega con el lenguaje y la imaginación, sin percibir el designio realista (un realismo abarcador, perspectivista) de Cervantes, maestro de los realistas más totalizantes (Balzac, Flaubert, Dickens y Tolstoi).
Señalemos sus principales limitaciones: minusvalora la estética romántica y, sobre todo, la realista apoyándose en una lectura parcializada del “Quijote” como obra metaliteraria que juega con el lenguaje y la imaginación, sin percibir el designio realista (un realismo abarcador, perspectivista) de Cervantes, maestro de los realistas más totalizantes (Balzac, Flaubert, Dickens y Tolstoi).
En cambio, sobrevalora la estética barroca (se hace eco de los cubanos Lezama Lima y Carpentier) como el estilo adecuado para América Latina, sin tener en cuenta otras teorizaciones más pertinentes: la transculturación narrativa (Rama se basa en el cubano Ortiz) y las escrituras alternativas (matriz oral, óptica mágico-mítica, lenguas indígenas) de Lienhard.
¿Y LOS “COMENTARIOS REALES”?
Resulta grave, de otro lado, que sostenga que de los “extremos inauditos de crueldad, exterminio y esclavitud” de la conquista de América “no surgió una literatura trágica” (p. 55), entendiendo que “el conflicto trágico no alcanza a serlo si consiste solo en una destrucción”, puesto que es “un conflicto de valores en el cual ninguno es destruido por su contrario sino que, trágicamente, cada uno se resuelve en el otro. La tragedia sería así, prácticamente, una definición de nuestro mestizaje” (p. 255).
Resulta grave, de otro lado, que sostenga que de los “extremos inauditos de crueldad, exterminio y esclavitud” de la conquista de América “no surgió una literatura trágica” (p. 55), entendiendo que “el conflicto trágico no alcanza a serlo si consiste solo en una destrucción”, puesto que es “un conflicto de valores en el cual ninguno es destruido por su contrario sino que, trágicamente, cada uno se resuelve en el otro. La tragedia sería así, prácticamente, una definición de nuestro mestizaje” (p. 255).
Pero ¿no es ese el meollo textual de los “Comentarios Reales” de Garcilaso (con más méritos que Bernal Díaz del Castillo para ser proclamado nuestro primer novelista, con las reservas del caso), de la obra barroca del Lunarejo y del universo creador de José María Arguedas?
AUSENCIAS CLAMOROSAS
Dedica apenas algunas líneas apresuradas a los mexicanos Juan José Arreola y Fernando del Paso; a los argentinos Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y Ernesto Sábato; a los brasileños arriba citados; al guatemalteco Miguel Ángel Asturias; al cubano Guillermo Cabrera Infante; y a los peruanos Garcilaso, Ricardo Palma y Alfredo Bryce Echenique.
Dedica apenas algunas líneas apresuradas a los mexicanos Juan José Arreola y Fernando del Paso; a los argentinos Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y Ernesto Sábato; a los brasileños arriba citados; al guatemalteco Miguel Ángel Asturias; al cubano Guillermo Cabrera Infante; y a los peruanos Garcilaso, Ricardo Palma y Alfredo Bryce Echenique.
Y ni siquiera menciona a los argentinos Manuel Mujica Láinez (el argentino con mayor número de grandes novelas), Manuel Puig y Eduardo Gudiño Kieffer (autor de dos logros mayúsculos: “Medias negras, peluca rubia” y “El príncipe de los lirios”); al chileno Roberto Bolaño y a los peruanos Ciro Alegría, Arguedas, César Calvo (la cima selvática: “Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía”), Edgardo Rivera Martínez y Miguel Gutiérrez.
Dos venganzas salvajes
La exclusión de Bolaño supone un ninguneo vengativo, dado que el chileno arremetió contra las argollas literarias mexicanas (no solo en entrevistas y artículos, también en su novela “Los detectives salvajes”) y los cabecillas del ‘boom’. Haciendo escarnio, Fuentes opina que la chilena es “la nueva narrativa más interesante del continente” p. 295) y elige hasta doce representantes (número excesivo, solo superado por la complaciente nómina mexicana) posteriores al gran Donoso.
Otro ninguneo vengativo castiga a Arguedas, el novelista por excelencia del mestizaje, de la apertura a todas las sangres. No olvida el maltrato (acompañado de su distanciamiento de Lezama Lima, Carpentier y Cortázar, precisamente los novelistas a los que dedica más páginas Fuentes coronándolos como maestros sumos, junto con el cuentista Borges) que Arguedas le propinó en “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, la novela que más rompe las fronteras entre el hiperrealismo y la metaliteratura. Quizás, también, conozca el epistolario en que Arguedas ridiculiza el profesionalismo y vedetismo de Fuentes.
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